DEMOCRACIA? HABLEN DE OTRA COSA.

  La historia de las sociedades siempre se ha movido entre dos fuerzas: la apertura y el control. Cada época se define por la forma en que e...

 

La historia de las sociedades siempre se ha movido entre dos fuerzas: la apertura y el control. Cada época se define por la forma en que equilibra esas tensiones.

Hoy, al mirar el rumbo de nuestra sociedad, se imponen tres realidades que marcan un horizonte incierto: la erosión de la libertad de expresión, la violencia política como lenguaje cotidiano —ejemplificada de manera brutal en el asesinato de Charlie Kirk— y los cambios demográficos profundos que transforman la composición cultural de Europa y Norteamérica.

Estos factores, aunque distintos, están íntimamente ligados. Juntos nos obligan a preguntarnos: ¿qué clase de futuro estamos construyendo?

Durante siglos, Occidente se enorgulleció de haber colocado la libertad de expresión en el centro de su proyecto democrático. Fue, de hecho, una de las conquistas que definieron la modernidad: el derecho a disentir, a criticar a los poderosos, a imaginar futuros alternativos. Sin embargo, en los últimos años esa libertad parece tambalear.

El auge de las redes sociales y de los monopolios digitales ha generado un fenómeno paradójico. Nunca antes hubo tantas plataformas para opinar, pero nunca antes el control sobre lo que se puede decir estuvo tan concentrado en tan pocas manos. Algoritmos opacos deciden qué voces se amplifican y cuáles se silencian, como vimos en la era COVID.

Gobiernos y corporaciones justifican estas prácticas bajo el pretexto de combatir la “desinformación” o el “discurso de odio”, como estamos viendo en Canadá en estos mismos momentos, donde el gobierno hace caso omiso a la ola de crímenes y de actos delictivos de toda laya y rechaza tomar medidas mas severas contra los criminales y al mismo tiempo   proclama nuevas leyes contra los llamados “delitos de odio”. (Delitos de Odio)

La palabra “democracia” se ha vuelto un artefacto retórico: se la invoca en discursos, se la imprime en sellos oficiales, pero en la práctica se ha transformado en una ficción perfectamente orquestada.

No es una exageración: vivimos en sistemas donde los aparatos del poder —partidos, tecnocracias, plataformas mediáticas y corporaciones— han aprendido a representar el teatro democrático mientras otros, desde las sombras, mueven las cuerdas.

Decir “la democracia ha muerto” no es un acto de nihilismo: es una constatación empírica. Solamente pensemos cuántas decisiones que afectan nuestra vida se toman en asambleas abiertas con deliberación pública y cuántas se cocinan en despachos cerrados, reuniones con lobbies o en algoritmos opacos de plataformas que deciden quién puede hablar y quién no.

Los debates reales —los que implican conflicto, reparto de poder y recursos— ya no se resuelven mediante el intercambio de razones; se resuelven mediante gestión técnica, compra de influencia y control informacional.

Las grandes corporaciones tecnológicas, los grandes fondos financieros y células de poder no electas han desplazado a la ciudadanía del centro. Los parlamentos fingen deliberación mientras las políticas clave —desde vigilancia masiva hasta regulación económica— se diseñan en mesas a las que el elector no tiene acceso.

Resultado: una democracia performativa, con elecciones y banderas, pero sin soberanía efectiva del pueblo.

La palabra “conspiración” se usa hoy para disolver cualquier sospecha legítima. Pero no es conspiranoia señalar que los intereses concentrados intentan controlar instituciones: financiamiento de campañas, puertas giratorias entre empresas y gobierno, presión sobre jueces y medios y todo eso está a la vista. Cuando un poder privado decide qué contenido es amplificado o qué narrativas mueren en la sombra, la gobernanza ya no es pública: es comandada por actores que no rinden cuentas a la ciudadanía.

Estos titiriteros no siempre actúan con uniformes ni con siglas claras. Operan vía lobbying, think tanks, financiación de ONG, redes diplomáticas y conglomerados mediáticos.

¿Democracia? No: teatro con público manipulado.

Mientras los poderes se consolidan, la geografía humana de Occidente cambia. Europa sufre envejecimiento acelerado y depende cada vez más de la migración para sostener poblaciones y economías; la Unión Europea ganó población neta en los últimos años por flujos migratorios que compensaron el declive natural.

Estados Unidos, por su parte, camina hacia una composición étnica distinta a la que sostuvo el viejo pacto cultural, con minorías que suman poder demográfico y electoral.

Estos cambios son reales y permanentes. Pero son también el área de maniobra preferida de las élites: se usan para asustar, para fragmentar a la ciudadanía en “micro identidades” y para justificar medidas excepcionales, porque si la democracia ya es frágil, la gestión de la transición demográfica puede ser la coartada perfecta para consolidar más poder en manos de quienes dicen “proteger” a la nación.

Hay un error en aceptar la narrativa de que “no hay alternativa”. Decir que la democracia ha muerto no equivale a celebrar su cadáver: es un llamado de alarma.

La democracia murió hace tiempo y lo que tenemos ahora es su cadáver maquillado. Nos hacen votar cada cuatro años para mantenernos entretenidos, mientras las decisiones reales se toman en salas cerradas, entre burócratas sin rostro, CEOs de corporaciones tecnológicas y operadores financieros que ni siquiera conocemos. Los presidentes, primeros ministros y parlamentos son decorado. Títeres con traje y corbata. El guion lo escriben otros.

Y todo esto ocurre mientras las élites juegan su partida de ajedrez global: más vigilancia, más censura, más ingeniería demográfica.

Nos dicen que somos libres para hablar, pero cada palabra que pronunciamos está vigilada, filtrada y etiquetada por algoritmos diseñados en Silicon Valley. Facebook, X, YouTube: templos de la censura moderna disfrazados de “plataformas abiertas”.

Se arrogan el poder de decidir qué ideas merecen vivir y cuáles deben ser enterradas. Si hablas contra el guion oficial, te etiquetan como “odio” o “desinformación”. Pero si repites el libreto correcto, te amplifican hasta el infinito.

Mientras discutimos en redes y nos envenenamos con tribalismo, las élites gestionan la transición demográfica de Occidente como si fuera un experimento social. Europa envejece, su población se derrumba, y la migración se convierte en la única fuente de crecimiento. En Norteamérica, la composición étnica y cultural se transforma a velocidad histórica. Estos cambios no son inevitables, y son también el campo de juego perfecto para dividirnos y justificar la expansión del control.

Nos dicen que la diversidad es fortaleza, pero en la práctica lo usan como bisturí para fracturar sociedades en bloques irreconciliables. Unos contra otros: nativos contra migrantes, blancos contra minorías, creyentes contra laicistas.

La política identitaria no es inclusión: es un mecanismo de enfrentamiento. Sociedades divididas son sociedades más fáciles de controlar.

¿Qué podemos hacer? Sencillo: DEJAR DE APLAUDIR EL CIRCO.

¿Seguiremos siendo espectadores mansos en esta farsa o tendremos el valor de levantarnos del asiento, romper la cuarta pared y señalar al verdadero poder? Porque si no lo hacemos, el futuro ya está escrito: más control, menos libertad, más sangre.

Y nosotros, el pueblo, los Hombres Olvidados, reducidos a simples extras en la obra de teatro más oscura de nuestra historia.

Dejemos de engañarnos: la democracia ya no existe. Lo que tenemos son gobiernos decorativos que obedecen al guion dictado por fuerzas mucho más grandes y oscuras: la ONU con sus “agendas globales”, la OTAN con sus guerras perpetuas, Silicon Valley con sus algoritmos de censura y Wall Street con su poder financiero absoluto. Los presidentes y primeros ministros no son líderes: son actores de reparto. Los parlamentos no son ágoras de debate: son teatros para legitimar decisiones tomadas en despachos que nadie eligió.

Nos han vendido la ONU como garante de la paz, el FMI como garante de la estabilidad y la OMS como garante de la salud. La realidad es otra: son instituciones capturadas por élites financieras y geopolíticas. Sus agendas —climáticas, sanitarias, migratorias— se presentan como altruistas, pero funcionan como mecanismos de uniformización: imponer las mismas políticas en países distintos, borrando soberanías nacionales.

La famosa “Agenda 2030” es el ejemplo perfecto: bajo el discurso del desarrollo sostenible se esconden políticas de control poblacional, vigilancia digital y regulaciones que favorecen a corporaciones globales y asfixian a productores locales. Se llama “planeta sostenible”, pero en realidad significa ciudadanía dócil y Estados obedientes.

Hoy, con el conflicto en Ucrania, la OTAN reaviva la lógica de la Guerra Fría, justificando presupuestos militares gigantescos mientras las sociedades europeas se hunden en crisis energéticas y poblacionales y como ejemplo total: Alemania y su nuevo apetito por la guerra. Y yo no diría que nuevo, sencillamente la mala entraña de algunos de sus lideres ha despertado después de décadas de sueño.

No se puede hablar de democracia cuando la política exterior dejó de decidirse en los parlamentos y pasó a dictarse en cuarteles generales y think tanks financiados por la industria bélica.

¿Y que podemos decir de Los Nuevos Censores?

Google, Meta, X, TikTok, YouTube. Nos han vendido estas plataformas como “espacios libres” donde cualquiera puede hablar. Pero lo que hacen realmente es controlar qué narrativas circulan y cuáles mueren. Borran cuentas, ocultan publicaciones, manipulan tendencias, siempre con el mismo pretexto: “combatir la desinformación”. Lo que no dicen es quién decide qué es “desinformación”.

Si críticas a la OTAN, te silencian. Si cuestionas al FMI, te tachan de conspiranoico. Si hablas contra las políticas migratorias de Bruselas, te acusan de xenófobo. El disenso se patologiza. Lo único permitido es repetir la doctrina oficial, envuelta en hashtags de inclusión y democracia.

La política económica no la deciden los congresos, sino los mercados financieros. Wall Street, BlackRock, Vanguard y los fondos de inversión globales tienen más poder que cualquier Estado. Lo mismo ocurre con Davos, el foro donde las élites se reúnen cada año para dictar “tendencias globales” que luego se convierten en políticas públicas en todo el planeta.

Las elecciones son un chiste: da igual quién gane, porque la deuda externa, los tratados financieros y los compromisos con los grandes inversores marcan el camino.

Eso no es democracia: es servidumbre tecnocrática.

Hoy en Arizona se celebra un evento para honrar la memoria de Charlie Kirk.

Un brillante joven que fue asesinado hace varios días. Un joven inusual en estos tiempos, defendía su fe cristiana y creía en el matrimonio y en la familia, los principales enemigos de nuestros enemigos.

El asesinato de Charlie Kirk no fue un “hecho aislado”. Fue un recordatorio violento de que el sistema ya no tolera ni siquiera la representación de sectores incómodos.

Kirk era una figura polarizante, pero tenía una cosa clara: denunciaba el doble discurso de la élite progresista y la sumisión del establishment conservador. Por eso su muerte fue celebrada en ciertos rincones de internet: el mensaje fue claro, quien incomoda demasiado puede ser borrado y el mensaje fue entregado. El ominoso mensaje de que ya no solo es cancelación de las cuentas de internet, ahora es cancelación de tu propia vida.

El crimen no solo acabó con un individuo: destrozó la ilusión de que las ideas se enfrentan en urnas y debates. Ahora la política se libra en redes, con algoritmos y, cuando es necesario, con sangre.

A mismo tiempo Europa envejece y muere demográficamente. España, Italia, Alemania tienen tasas de natalidad que condenan a la extinción a sus poblaciones nativas en cuestión de décadas. Nos han dicho que la única forma de sostener el sistema es con migración masiva, lo cual es una soberana mentira, como lo ha demostrado Hungría en los últimos anos. La razón detrás de esta patraña es la estrategia de transformar radicalmente la composición cultural del continente.

En Norteamérica, la transición es igual de drástica: la población blanca pierde peso como mayoría, y el mapa cultural y político se redefine. Estas transformaciones podrían gestionarse con madurez e integración. Pero no: los gobiernos —o mejor dicho, los titiriteros que los manejan— las usan como combustible para dividir sociedades en bloques irreconciliables: nativos contra migrantes, izquierda contra derecha, minorías contra mayorías. El divide et impera romano, actualizado a la era digital.

Occidente está en una encrucijada: seguir aplaudiendo el teatro de la democracia o señalar, de una vez por todas, a los titiriteros que mueven los hilos.

La ONU dicta nuestras políticas con la máscara de la “sostenibilidad”. La OTAN nos arrastra a guerras que nadie votó. Silicon Valley decide qué podemos decir. Wall Street gobierna con la deuda y la especulación. Y el pueblo, mientras tanto, mira pantallas, consume propaganda y cree que con una papeleta cada cuatro años está decidiendo algo.

El asesinato de Charlie Kirk fue un aviso brutal: no hay espacio para el disenso real. La democracia murió. El futuro será control total, violencia política y manipulación demográfica... a menos que tengamos el coraje de romper la farsa, recuperar la soberanía y construir un poder ciudadano que no dependa de los titiriteros.

Porque si no lo hacemos, Occidente no tendrá futuro: será solo un decorado, con marionetas sonriendo en el escenario, mientras los verdaderos amos de las cuerdas nos roban lo único que nos queda: la libertad.

 

 

 


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